La muerte es una realidad de toda existencia, pero Dios, por medio de la muerte y resurrección de su Hijo Jesucristo, arrancó de nuestras vidas esta «caducidad» y desde entonces, la inmortalidad late en nuestro corazón.
«Señor, sacaste mi vida del abismo, me hiciste revivir cuando bajaba a la fosa» (Sal 29,4)