Hace unos días, el neuropsicólogo Álvaro Bilbao escribía: «Cuando comenzó el estado de alarma, muchos pensaron que el mayor problema serían los niños recluidos en sus casas, pero nos están dando una lección de civismo, calma y paciencia». Por el ejemplar comportamiento que están teniendo los niños en el confinamiento, un aplauso muy grande y cariñoso para ellos… (también para sus padres y profesores y catequistas on line). Pero ¿qué decir de sus abuelos y bisabuelos?
Sí, qué decir de quienes, siendo niños y jóvenes, vivieron los horrores de una guerra y malvivieron las penurias de una posguerra; sudaron lo indecible por levantar su patria, nación o país (como queramos decir), y cotizaron tantos quinquenios que nos dejaron una seguridad social como pocas.
Qué decir de quienes, con generosidad, llenaron de vida los pueblos, barrios y ciudades; y, con sinceridad, nos transmitieron la fe y la sembraron en nuestros corazones (donde luego cada uno, en libertad, acogió o no).
Qué decir de quienes han cuidado y cuidan de los nietos con tanto cariño, esmero y dedicación (por ellos, se han puesto al día hasta en las videollamadas).
Siendo ancianos o muy ancianos, les ha tocado vivir lo nunca visto en su larga historia: un confinamiento muy largo para todos y muy cruel para los enfermos y sus familias. Qué decir de los abuelos y bisabuelos que lo están llevando con una serenidad, fuerza, resignación y paz, dignas de todo elogio, máxime cuando la mayora la están viviendo en soledad.
Por fin, qué decir de quienes, cuando por el deterioro ya no pueden hacer mucho, hacen lo que pueden: levantar sus manos suplicantes y confiadas a Dios y a la Virgen María, y musitar oraciones sentidas y devotas por sus nietos, sus hijos, sus familiares, sus conocidos, por el mundo… y por ellos (en este orden).
¿Qué decir? De ellos se ha dicho todo ya; y a ellos les decimos ¡muchísimas gracias!